Las tumbas de los narcos
En el cementerio Jardines del Humaya, en Sinaloa, México, los más famosos narcotraficantes descansan en tumbas que pueden llegar a costar 300 mil dólares; están equipadas con aire acondicionado, cámaras de seguridad y hasta cristales a prueba de balas.
Laurent Thomet/ Culiacán, México
Uno pensaría que uno de los lugares donde un capo del narcotráfico mexicano no puede hacerte daño es en el cementerio, donde está muerto y enterrado. Pero en el peligroso mundo del hampa de México, a veces surrealista, incluso los fantasmas de los narcos pueden cazar a un periodista.
Como parte de una serie de artículos sobre el décimo aniversario de la guerra contra el narcotráfico en México, viajé al norteño estado de Sinaloa con la videasta Daphne Lemelin y el fotógrafo Alfredo Estrella para visitar un cementerio famoso por albergar majestuosos mausoleos, donde personajes sombríos están enterrados.
Cuando nuestro vehículo avanzaba por el cementerio Jardines del Humaya en Culiacán, capital de Sinaloa, abríamos los ojos sorprendidos al recorrer una pequeña ciudad llena de criptas, que más se parecían a mansiones, con domos, torres y columnas estilo griego. Muy pocos mexicanos podrían pagar tal lujo, eran tumbas que pueden llegar a costar unos 300 mil dólares, según un experto.
El cementerio parecía sereno, pero nuestro contacto en el terreno, el fotógrafo Fernando Brito, nos advirtió que tuviéramos cuidado y no nos quedáramos demasiado tiempo.
En Sinaloa, donde nació el capo mexicano Joaquín El Chapo Guzmán –extraditado a Estados Unidos el 19 de enero– la gente trabaja como “halcones”, espías de las bandas criminales, y sospechábamos que podíamos ser observados. Otra preocupación era la posibilidad de que los familiares de los narcos o uno de sus secuaces visitaran a sus seres queridos al mismo tiempo que nosotros.
Daphne y Alfredo capturaron imágenes mientras el auto pasaba junto a las criptas, que parecían pequeñas capillas con columnas y grandes estatuas de Cristo en la parte superior. Nos manteníamos alejados cuando veíamos a alguien merodeando.
Fernando decidió que podíamos detenernos y caminar un poco. Una de las tumbas que llamó mi atención parecía un moderno apartamento con puertas de vidrio. Fotografías de una bella mujer de cabello negro –vestida con un traje elegante o nadando en una piscina– colgaban de una pared frente a un sofá de cuero. Una botella vacía de champán estaba al pie de la foto. No había nada que la identificara, al igual que la mayoría de las tumbas. Luego supe que era la posada final de la novia de un sicario del cártel de Sinaloa.
Después de unos minutos, Fernando dijo que era mejor irnos para no atraer demasiado la atención.
“Váyanse, no pueden estar aquí”
Teníamos motivos para ser precavidos. Cuando el fotógrafo de AFP Héctor Guerrero visitó en 2014 el cementerio –junto a otro medio de comunicación internacional– un hombre, con un transmisor en mano, increpó al grupo cuando llevaban menos de 15 minutos en el lugar.
“¿Qué están haciendo? Es mejor que se vayan porque me dijeron por radio que los van a secuestrar”, les dijo.
Los periodistas empacaron su equipo y cuando estaban yéndose, hombres armados aparecieron en el camino en un vehículo deportivo. Puede que hayan sido policías, pero Héctor no estaba seguro. De todas maneras, ver a la Policía en México no siempre te deja más tranquilo porque suelen trabajar para los cárteles de las drogas. Los hombres armados les pidieron que se bajaran del auto. El contacto local de Héctor les explicó que tenía un pariente enterrado en el cementerio, pero igualmente los hombres les dijeron: “Váyanse, no pueden estar aquí”.
En este edificio verde hay una capilla oscura, donde los devotos pueden arrodillarse ante Malverde para pedirle milagros.
A diferencia de lo que muchos pueden pensar, los criminales no son sus únicos creyentes. El día que fuimos, que era entre semana, vimos a un taxista y a un vendedor de flores. Los fines de semana el lugar puede estar repleto, así que no es posible que todos sean soldados del narcotráfico.
Las paredes de la capilla están cubiertas de dólares y billetes de otros países. Otros ofrendan serenatas, encienden velas o le ponen carteles de agradecimiento al santo para pagarle por sus milagros.
Explosión de la “narco-cultura”
La fe en santos populares como Malverde y la Santa Muerte forman parte de la “narco-cultura” que ha florecido durante esta década de guerra contra las drogas. El fenómeno incluye a bandas cuyas canciones alaban a los capos del narco y la producción de telenovelas inspiradas en los hombres y mujeres del submundo del crimen.
Pensando que a nuestra historia le faltaba contexto, contacté a Juan Carlos Ayala, un profesor de filosofía en la Universidad Autónoma de Sinaloa y experto en la narco-cultura.
Ayala sugirió que un buen lugar para darnos la entrevista sería… el cementerio. Ansiosos de capturar más imágenes y detalles del lugar, regresamos a Jardines del Humaya a pesar de que estaba por anochecer (no es aconsejable estar en la calle por la noche en territorio narco). Para realizar su investigación, Ayala puede acceder al cementerio, por ello nos sentimos lo suficientemente a salvo para recorrer el lugar con él.
Algunas tumbas contaban con cámaras de vigilancia y advertencias de sistemas de alarma. Al menos una tenía vidrio a prueba de balas. Forzando la vista, pude fisgonear a través del vidrio y ver cuatro pequeñas espadas dentro de una caja de cristal. Otras criptas tenían aire acondicionado y árboles de Navidad.
Ayala sonaba preocupado de que México se encamine a una “culturalización del tráfico de drogas”, aunque explicó que la aceptación de la narco-cultura es una especie de “capa protectora” para las personas que enfrentan la violencia. “Si no, imagínate vivir con la angustia a cada momento, con angustia a cada instancia, con cada matanza, con cada crimen. Es muy difícil también vivir así. Entonces tienes que sobrevivir con ello. Y esta capa protectora de una manera te ayuda con esto”.
Mientras entrevistábamos a Ayala, cayó la noche y una lujosa SUV llegó al cementerio. Un hombre joven y una mujer iban a una de las criptas. Decidimos que era mejor regresar a nuestras modestas habitaciones en el hotel, sin vidrio blindado.
Esto es algo que debo explicar seguido afuera de México. A diferencia de las guerras convencionales, aquí las amenazas son sutiles o invisibles. En algunas regiones, nunca sabes si un civil o un policía trabajan para un cártel. ¿Es paranoia? No importa, la historia nunca merece correr el riesgo.
Del final al inicio del camino
Después de visitar faraónicas tumbas, regresamos al punto de partida, al fértil territorio de Sinaloa, donde los agricultores cultivan marihuana y, cada vez más, amapola.
El Ejército aceptó nuestro pedido de acompañar su programa de erradicación de drogas en el Triángulo Dorado, una región montañosa entre los estados de Sinaloa, Durango y Chihuahua, donde se produce marihuana y opio desde hace décadas.
Después de vivir más de cuatro años en México, era la primera vez que el Ejército o la Armada aceptaban una de mis solicitudes para acompañar las operaciones antidrogas. Su inaccesibilidad siempre fue frustrante. Las Fuerzas Armadas están al frente de la guerra contra las drogas, arriesgando sus vidas, pero también cometiendo graves violaciones a los derechos humanos al cumplir funciones que, según los expertos, deberían ser realizadas por la Policía.
Nos recibió el coronel Cipriano Cruz Quiroz, jefe de la unidad especial en Badiraguato, quien nos hizo una presentación antes de subirnos a una camioneta militar y viajar por zigzagueantes caminos de la montaña Sierra Madre Occidental.
Pasamos Los Sitios, una pequeña localidad donde vimos al menos dos grandes casas de muros altos y alambrados, un signo de la riqueza en una región que produce poco maíz o frijoles.
Una hora y media más tarde llegamos a otra base militar en Surutato. Recogimos a otros soldados y viajamos otros 45 minutos por una carretera de tierra. Al final del camino, comenzó el verdadero desafío.
Empezamos la caminata hacia las 10:30, tratando de mantener el ritmo de los soldados entrenados por un estrecho y empinado camino. Luego se ensanchó pero era resbaloso.
Mientras más alto llegábamos, más difícil era subir por la falta de oxígeno. Casi tres horas después, llegamos al campamento de una unidad de 18 soldados, liderados por el teniente Juan Pablo Hernández Zempoaltecatl, de 24 años. Cada unidad se queda tres meses en la montaña, buscando cultivos de marihuana y amapola para destruirlos a mano, cuando la fumigación aérea no llega al lugar.
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¿Más seguro que en un cementerio?
Los vimos destruir media hectárea de cultivos de opio en menos de dos horas. Llevaban 15 hectáreas destruidas en dos semanas. Pero Hernández señaló hacia arriba y abajo de la montaña: más cultivos de la adormidera, en todas partes, escondidos detrás de pinos. Les faltaba 20 días más de arrancar amapolas a mano, conscientes de que los agricultores podrían sembrarlas de nuevo. El coronel Cruz dijo que aquello era parte de la “subcultura” en una región donde el cultivo de plantaciones ilegales ha pasado de una generación a otra.
¿Acaso esto es un esfuerzo inútil?, le pregunté a Hernández. “Es fastidioso ver tanta amapola todo el día”, afirmó mientras caminábamos de regreso al campamento.
Pero Hernández es optimista de que al menos los niños que ven al Ejército en la zona, puede que se alejen del negocio de las drogas y decidan concentrarse en la escuela y en encontrar un trabajo normal.
Mientras descendía de la montaña, necesitado de poner hielo en mis rodillas como un jugador de fútbol después de un partido, el coronel Cruz me preguntó si la subida a la montaña nos había parecido peligrosa.
Los soldados me habían dicho que nunca habían sido atacados. Los agricultores se avisan por radio de los movimientos de las tropas y generalmente desaparecen cuando llegan las unidades de erradicación. Sin embargo, en septiembre pasado cinco soldados murieron en un ataque en la ciudad de Culiacán, cuando un convoy llevaba herido a un presunto miembro de un cártel.
Cruz sugirió que era más seguro en las montañas. Debo admitir que de alguna manera, allá arriba, donde hay plantaciones para un multimillonario negocio de las drogas –que mata a miles de personas cada año– me sentí un poco más seguro que en un cementerio lleno de capos del narcotráfico muertos.
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