Andrés Colmán Gutiérrez – @andrescolman
Se llamaba Ricardo Duarte. Tenía 49 años de edad. Era un humilde poblador de la comunidad de Bonanza Tres de Mayo, distrito de Yatytay, Itapúa. Debido a la falta de oportunidades laborales en su propio país, al igual que muchos compatriotas, emigró a la Argentina. Junto a otros tres paraguayos estaban trabajando en un aserradero de Entre Ríos cuando llegó la pandemia del Covid-19, el establecimiento tuvo que cerrar y ellos quedaron despedidos.
Casi sin dinero y sin lugar en donde quedarse, Ricardo y los otros obreros paraguayos, Rosalino Acuña Olmedo, Édgar Duarte y Julio González, intentaron retornar a su valle, pero se encontraron con que los cruces de frontera estaban cerrados. Trataron de acudir a las autoridades del Consulado, pero solo se encontraron con negativas: “No se puede entrar”, “mejor quédense allí”. ¿Quedarse dónde? ¿Vivir de qué…? En su humilde valle campesino al menos tendrían un techo, una cama, un plato de saporó con mandioca, la cercanía solidaria de los familiares.
Dominados por la desesperación, apelaron al recurso de los paseros contrabandistas: Cruzar ilegalmente el limítrofe río Paraná desde la localidad de Puerto Rico, provincia de Misiones. Era la localidad más cercana frente a Bonanza Tres de Mayo. El ansiado valle se alcanzaba a ver al otro lado de la frontera.
Éver David Núñez, un afanoso canoero, aceptó hacerlos cruzar a cambio de un mínimo pago. La odisea se realizó en la madrugada del miércoles 22 de abril. Hacía frío y había una espesa niebla que facilitaba el paso a escondidas, pero la misma cobertura protectora les jugó una mala pasada. A unos cien metros de alcanzar la costa paraguaya, el canoero no pudo ver el montículo de piedras y la embarcación golpeó con violencia, volcándose. Todos cayeron al agua y nadaron desesperadamente. Ricardo Duarte no pudo lograrlo. La corriente lo arrastró. Su cuerpo fue hallado sin vida, poco después del mediodía, aguas abajo. Había logrado regresar a su patria, pero la avnrura le costó la vida.
El canoero y los demás tripulantes fueron arrestados, procesados y encerrados en cuarentena. Al menos consiguieron cumplir el objetivo de estar de nuevo en su país, aunque fuera en la cárcel.
Esta dramática historia real es apenas una más, entre muchas otras historias de compatriotas que se encontraban fuera del país cuando el mundo cerró sus puertas. ¿Acaso se les puede reprochar que, cuando llega el Apocalipsis, todos quieran volver a los brazos de la madre, que también es la patria? La Constitución dice que todo paraguayo tiene derecho a residir en su patria, pero no es fácil volver cuando están vigentes tantas restricciones sanitarias, tantas fronteras cerradas.
La patética imagen de cientos de compatriotas hacinados en el largo pasillo peatonal del fronterizo Puente de la Amistad, como encerrados en una triste jaula, provoca dolor e indignación, a la vez que también inspira temor de que puedan ser portadores del virus. Duele mucho que el país no tenga lugares apropiados para alojar a sus hijos que regresan en busca de auxilio y se demore tanto en abrirles las puertas, cumpliendo los estrictos protocolos sanitarios.
Por eso resulta igualmente indignante ver que altas autoridades, como la fiscala general del Estado, Sandra Quiñónez, intervengan para que un reconocido empresario que vuelve repatriado en un vuelo especial desde los Estados Unidos sea apartado de manera preferencial al llegar al aeropuerto y resulte eximido de los requisitos de control sanitario que se exigen a los demás ciudadanos. Esa distinción excepcional por encima de la ley que se le aplica de manera favorable al empresario Karim Salum, pero se le niega al humilde obrero migrante Ricardo Duarte, es la dolorosa expresión de un modelo de país discriminador que se resiste a cambiar, a pesar de la especial situación que nos plantea la pandemia.