El paso fronterizo de Cúcuta se ha convertido en un cotidiano escenario de dramas y penurias de quienes huyen del régimen de miseria de Maduro.
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Silencio. Casi todos pasan la frontera en silencio, caminando con un racimo de bolsos encima y empujando una maleta llena de pasado. Lo que sí se oye son las ruedas de las maletas sobre el cemento del puente, apuradas por terminar de pasar. Nadie empuja, a pesar de la impaciencia. Es fácil distinguir a los que cruzan para quedarse. Vienen cargados, el pasaporte en la boca y en la mano libre, la Tarjeta de Movilidad Fronteriza (TMF). Todos cargan algo y miran hacia delante tratando de adivinar qué les depara el camino. Es un momento difícil, muy duro, que se vive en silencio.
El paso fronterizo es lento por el volumen de gente, pero no es complicado. Las autoridades colombianas también guardan silencio, atentas a atajar a quienes entran por el día con carne, limones o aguacates camuflados en el morral, ese pequeño contrabando que trae riesgos fitosanitarios, además del desorden de vendedores que se ve en las esquinas de Cúcuta, la ciudad más afectada por la llegada masiva de venezolanos a territorio colombiano.
¿Cuántos se han quedado en Colombia? Nadie lo sabe. Carlos Luna, director de la Cámara de Comercio de Cúcuta, calcula que habrá en Colombia unos tres millones de venezolanos, sumadas las diferentes olas de migración de los últimos 10 años, las dos primeras de ejecutivos del petróleo, del sector inmobiliario y profesionales. «Y ahora, en el último año, la población con menos recursos y educación, pero con más problemas», afirma Luna, e insiste en que la situación merece una política de fronteras consistente, sin oportunismos electorales porque «esto desbordó a Colombia; ningún país está preparado para semejante situación».
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Recientes informes oficiales hablan de 37.000 venezolanos que cruzan la frontera cada día para conseguir comida, medicinas o un trabajillo informal para reunir algo de dinero y regresar. De esos, unos 2.000 se quedan en el país. En Cúcuta están entre 15 y 18 días para reunir el dinero del billete a otro destino, aunque muchos prefieren ahorrárselo y cruzar a pie el páramo de Berlín (a 3.200 metros sobre el nivel del mar para ir a Bucaramanga. Es la nueva gesta bolivariana.
Recientes informes oficiales hablan de 37.000 venezolanos que cruzan la frontera cada día para conseguir comida, medicinas o un trabajillo informal
Pasado el puente todo vuelve a ser ruido y desorden. Familias desorientadas tratan de entender adónde ir; otros buscan sombra para descargar. Sin información ni quién los guíe, se ven acosados por autobuses, vendedores de tarjetas SIM, pasajes a Cúcuta, Guayaquil, Lima o Bogotá. Todo se convierte en una plaza de mercado improvisada, agobiada por el calor y rodeada de una mezcla de tristeza y esperanza. Esta es La Parada donde todo termina y vuelve a empezar.
«Se compra pelo… se compra pelo», grita un joven venezolano mientras se acerca a las mujeres que llegan con su melena escurrida después de horas de viaje. Este es un lucrativo negocio con el que muchas consiguen dinero para vivir unos días: las melenas de pelo sano, sin teñir y largos son oro para los fabricantes de extensiones, esos postizos por los que en Colombia o Europa pagan una fortuna. Pero aquí no hay tiempo para la vanidad: son 150.000 pesos (40 euros) por una buena coleta.
Cortar con el pasado no es fácil. Otros prefieren ir hasta el local de compraventa de joyas a ver qué logran. José Alvarado, venezolano de Maracay instalado en Colombia desde hace dos años, sabe cuánto les cuesta. «Aquí muchos lloran cuando venden sus prendas», dice mientras limpia una argolla sobre una mesa con lupas, disolventes y lijas para comprobar la calidad de lo que tiene en sus manos. Es rápido con la calculadora, pero la mujer se toma un tiempo antes de decidir. Finalmente acepta 100.000 pesos por su anillo de oro salpicado de piedras semipreciosas, 30 euros en total. Afuera, detrás de la puerta blindada, otros esperan para poder entrar.
Atrapados en la ciudad
Los que se quedan en Cúcuta aprenden rápidamente el coste de la vida. Si van de paso, hay albergues para 48 horas, con cama limpia, baño y comida, como el Centro Transitorio que administra la Cruz Roja. Pero otros quedan atrapados en la ciudad: 1.000 pesos por una ducha, otros 10.000 por noche en habitación compartida con tres personas más. Por eso se instalan en plazas y parques, generando rechazo y sensación de inseguridad.
El padre José David Caña conoce bien las necesidades de los que llegan a Cúcuta. Hace un año, «a lo gamín, sin pedir permisos», dice riendo, abrió el albergue Divina Providencia, famoso por dar desayuno y almuerzo a los venezolanos. El día en que sirvió 3.000 raciones en una sola jornada entendió que la crisis en la frontera estaba desbordada y tomó la decisión de poner orden en la casa. Hoy atiende prioritariamente a mil personas, entre niños, mujeres embarazadas y ancianos.
«Tres millones de pesos (840 euros) al día nos cuestan los mil almuerzos que servimos y el pan con café o chocolate que damos de desayuno», dice el padre Caña, acompañado por su amigo Timoteo, patriarca de la Iglesia Ortodoxa. Caritas dona 200 platos y el resto es un milagro diario aquí y en otras parroquias más pequeñas. «Si sumáramos todo -calcula Timoteo- las iglesias estamos alimentando aquí a unos 6.000 venezolanos».
¿Y qué pide la Divina Providencia? «Alguien que construya 10 baños completos para que puedan ducharse, hacer de cuerpo y guardar su dignidad», dice el padre Caña. Mano de obra sobra, empezando por la de los venezolanos que rondan la casa. «Voy para Chile, pero estos días puedo ayudar», dice Danny Márquez mientras termina su plato de pasta con pollo. Este milenial venezolano hace un alto y sentencia: «Los venezolanos no estamos acostumbrados a emigrar, queremos a nuestro país. ¡Pero mírenme aquí! Jamás pensé en ser un refugiado».
abc/eS
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PEDRO JUAN CABALLERO – Py