Participó en más de 100 asesinatos por el negocio de la droga, pero un compañero lo delató y fue detenido por las autoridades, que lo reclutaron para desbaratar a los carteles.
Comenzó siendo reclutado desde pequeño por el cartel Guerreros Unidos, y aprendió el oficio de matar. En su trayectoria, participó de incontables crímenes al servicio del narcotráfico, y cuando fue detenido por la Policía, se convirtió en un informante a cambio de seguridad estatal, aunque sus planes no salieron como esperaba. Ahora, este sicario anónimo repasa su vida de película en un reportaje para The New York Times, develando el sangriento mundo de la venta de drogas.
Según relatan los periodistas Azam Ahmed y Paulina Villegas, el protagonista empezó su entrenamiento en las montañas cuando era adolescente. Para poner a prueba su carácter, los delincuentes le indicaron que debía descuartizar un cadáver. Antes, otro de los reclutas, más dubitativo, había recibido un balazo en la frente por demorarse ante la orden. Así, el joven no lo pensó dos veces y empezó a cortar el cuerpo, ante la temible mirada de los entrenadores. El primer examen había sido superado.
“Quería ser un psicópata, el sicario más temido del mundo, y matar sin ninguna piedad“, confiesa. Al poco tiempo, ya era uno de los asesinos más importantes del estado de Morelos. En efecto, en 2017, con tan solo 22 años, ya había ejecutado más de 100 asesinatos, afirma.
Pero los primeros crímenes, cuando tenía 17, son los que nunca se olvidan. Por ese entonces, sus compañeros le decían que no tenía atributos para matar, y quiso demostrarles que se equivocaban. Así, sus colegas le señalaron a dos hombres que estaban en plena calle, casi al azar, y el menor de edad actuó sin pensar: sacó una navaja de su bolsillo y le cortó el cuello al sujeto más próximo.
“Me bloqueé a mí mismo, mis emociones, me dije que era otro quien estaba haciendo aquello”, recuerda. Su camino delictivo se estaba forjando, y así fue que se ganó un lugar en el campo de entrenamiento para futuros sicarios.
Cambio de bando
Tras finalizar su preparación y convertirse en un criminal calificado, los jefes lo enviaron a Acapulco para pelear por el negocio en esa famosa zona turística. Al cabo de un año regresó, pero el cartel Guerreros Unidos, que se especializaba en el contrabando de heroína a EE.UU., estaba debilitado. Su líder había sido abatido por Los Rojos, otra organización delictiva similar, y el sicario fue absorbido por ese grupo criminal. “Era unirse a ellos o que te mataran”, aclara.
Así, las ventas se expandían por los distritos de Jojutla, Tlaltizapán, Tlaquiltenango y Zacatepec, sobornando a la clase política de aquellas zonas. Y las tareas selectivas continuaban: “Yo para matar a alguien tenía que tener permiso”, señala. Sin embargo, en muchas circunstancias había víctimas que nada tenían que ver con el comercio de estupefacientes.
De hecho, en la larga lista de fallecidos hay un joven que todavía le quita el sueño. Se trataba de alguien completamente ajeno al conflicto, pero que había sido testigo de los delitos: “Ese estudiante todavía me atormenta. Veo su cara, implorándome por su vida. Nunca me voy a olvidar de los ojos. Es el único que me ha mirado así alguna vez”, repasa entre lágrimas.
De asesino a informante
Aquel delincuente escaló posiciones dentro de Los Rojos, obteniendo ascensos que le daban mayores ingresos, y responsabilidades. Puertas adentro, la desconfianza entre los jerarcas era enorme: incluso se ordenaba ultimar a propios súbditos, por precaución.
En medio de la tensión narco, la Policía capturó a un miembro del clan, quien prometió llevarles al sicario a cambio de beneficios. Y así lo hizo: llamó al asesino para hablarle de un trabajo urgente, se encontraron y allí mismo lo capturó la Policía. El homicida cayó en la trampa, y fue llevado a la comisaría del municipio de Jojutla.
“Nunca le enseñamos cosas así”, le dijo la madre a los uniformados, quien se negaba a creer los crímenes que había cometido su hijo. “Esa maldad no la aprendió de nosotros. Le dimos amor y apoyo”, agregó. Así, las autoridades hicieron un cálculo del tiempo de cárcel que le correspondería en caso de comprobarse tan solo algunos de los delitos registrados: la suma daba 240 años de prisión.
Entonces, el jefe de la Policía local, Alberto Capella, le propuso un arreglo de palabra a cambio de levantarle los cargos: que fuese su informante. Para lograrlo, desarrolló un sistema de protección de testigos que rozaba la ilegalidad, con el propósito de obtener datos valiosos de las redes narcos, y golpearlas desde adentro. Capella sostenía que el sistema vigente era obsoleto, frágil y plagado de corrupción. “Algo debíamos intentar”, reafirma el uniformado, quien fue blanco de muchas críticas.
“Eso es lo que les pasa a los soplones”
El sicario había delatado a varios de sus ex compañeros mientras el acuerdo se mantuvo. Para él, y otros informantes, tener el resguardo de las autoridades fue un breve alivio. Sin embargo, Capella fue trasladado hacia otra dependencia policial y, finalmente, el programa se cayó por abandono. De pronto, los asesinos que habían traicionado a los otros delincuentes quedaban expuestos.
Un día, el ‘topo’ fue advertido de que las autoridades planeaban presentar cargos en su contra por sus crímenes, y decidió escapar. No quería volver a caer en una redada, y creía que los otros narcos lo matarían en la cárcel, sin miramientos.
Sin embargo, a los pocos días de huir, un par de pistoleros fue al local de tacos de sus padres y le dieron cuatro disparos a su hermano: “Eso es lo que les pasa a los soplones”, decía la nota que encontraron junto al cuerpo.
Su hermano era muy parecido a él, físicamente, por lo que es posible que los autores del crimen lo hayan confundido. “Me golpearon donde más duele”, lamenta durante la entrevista. Ahora, confirma que ya no quiere ser parte del conflicto.