Décadas atrás, las palabras mafia, sicario, narcotráfico no formaban parte del léxico común de los paraguayos. Sonaban a cuestiones lejanas, esporádicas, y se asociaban principalmente a localidades de la región fronteriza como Capitán Bado, Pedro Juan Caballero, Canindeyú y Alto Paraná.
En la actualidad, no solo las hemos incorporado a nuestras conversaciones, sino que nos hemos acostumbrado a oírlas con demasiada frecuencia y ampliadas a acepciones como narcopolítica y narcoganadero. O englobadas en expresiones más abarcantes como crimen organizado o crimen transfronterizo, identificadas con actores como el PCC o el Comando Vermelho.
Pero esto no ocurre por moda o capricho.
Lo que muchos pensaban que ocurría solo en Colombia o está sucediendo en México, ya estaba pasando en Paraguay. Supimos de narcotraficantes afincados en lujosos establecimientos ganaderos y viviendo bajo la más absoluta impunidad, bajo la protección de los caudillos y autoridades locales.
Ya en 1991 habíamos llorado y experimentado impotencia ante el asesinato en Pedro Juan Caballero del periodista Santiago Leguizamón; y en el 2014 la ejecución del también periodista Pablo Medina. Ambos, en distintas épocas, informaban cómo el narcotráfico venía devorando todo a su paso: policías, jueces, fiscales, intendentes, gobernadores, legisladores. Cuántas muertes ya se han lamentado.
Más recientemente constatamos que en el Paraguay el narcotráfico también financia campañas políticas y coloca a sus propios hombres y mujeres en los puestos claves del Estado. Por todo lo cual cabe preguntarse: ¿Hacia dónde miraban las autoridades de los gobiernos de los últimos 29 años? ¿Por qué dejaron crecer y multiplicarse al monstruo?
En estos momentos, mediante la difusión de audios de conversaciones telefónicas entre el recientemente detenido e imputado narcotraficante y benefactor político del Alto Paraná Reinaldo Cabaña, estamos conociendo el grado de penetración que tiene el narcotráfico en los niveles de poder. Así como la forma en que lavan el dinero obtenido a través de este negocio ilícito.
Estamos ante un crecimiento exponencial de los niveles de violencia que adoptan las mafias transfronterizas en sus disputas por el dominio territorial y del mercado, y concluimos asustados cómo se mueven a sus anchas.
¿A qué tope debe llegar esta grave amenaza para todo el país y la región, a fin de que se la tome con total seriedad y se adopten todas las medidas que sean necesarias para desalentar su expansión?
Lo que antes parecía tener su epicentro en las zonas fronterizas, hoy extiende su área de operación hacia cualquier parte del territorio nacional, lo que indica que cada vez tiene más aliados, e indica que posee aún más poder.
El nuevo Gobierno enarbola como bandera el combate al narcotráfico y al lavado de activos. Pero hasta ahora no ha informado de plan alguno para afrontar estos flagelos.
¿Tendrá diseñada una política de Estado para afrontar esta situación o todo se reducirá a golpes selectivos de la Senad a ciertos narcotraficantes, para después dejar que todo siga su curso “normal”? Tenemos derecho a dudar, mientras no nos demuestren que las acciones son a largo plazo, y que hay voluntad política para seguir con el mismo ímpetu de combate durante los próximos 5 años.
UH
Por Susana Oviedo