Por Estela Ruíz Díaz
Paraguay es un país cuyo pasaporte tiene el sello del narcotráfico. Es un asunto de vieja data y cada Gobierno que asume termina su periodo sin tomar el toro por las astas y al más puro “laissez faire, laissez passer”, «dejen hacer, dejen pasar»; no interfiere con toda su fuerza para evitar su expansión con la consecuente infección de los poderes del Estado, ya sea por complicidad, desidia, corrupción o temor.
El atentado del miércoles en un barrio top de la Capital que se cobró la vida de un niño y su padre, que era un jefe narco, encendió las alertas de la sociedad poniendo nuevamente en foco un tema del que se habla mucho pero se hace poco.
Dicen que asumir el problema es la mitad de la solución. Mientras los poderes del Estado, con el liderazgo indiscutible del presidente de la República, no asuman que el narcotráfico es el peor de los flagelos y que sus estructuras han sido traspasadas e infectadas por la corrupción, no hay mucho que hacer.
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El asesinato del periodista Pablo Medina puso sobre la mesa como nunca antes la existencia de la narcopolítica, esa trama que vincula a los políticos y autoridades con el narcotráfico. En un hecho inédito, la Senad le puso nombre y apellido a legisladores supuestamente vinculados a esa mafia, pero como este país ya ni el muerto se asusta del degollado, siguieron en sus bancas e incluso varios van por la reelección.
Entonces, como ahora, hubo espanto, polémica, críticas y acusaciones, pero luego por la inercia volvió toda a la normalidad. Hasta que otro atentado explota la indignación nuevamente, pero son simples olas que golpean con fuerza, pero que luego desaparecen en el mar de la hipocresía política.
El narcotráfico es peor flagelo que el EPP porque es una amenaza real para el Estado y la sociedad. A través del financiamiento político se convierte en un actor central ya sea asumiendo cargos, ya sea a través de mandaderos apropiándose de las instituciones, además de vulnerar la soberanía.
El crimen organizado es una empresa exitosa con ramificaciones en todos los países y funciona al margen de la ley pero usando las estrategias más modernas de la economía, la política y la comunicación. Siempre van diez pasos adelante en carrera armamentística. En este juego desigual el Estado tiene reglas mientras los narcos dirimen los pleitos con balas, sin importar daños colaterales.
Basta con recordar cuando un comando del PCC (Primer Comando Capital) tomó Ciudad del Este y ejecutó un millonario robo a una aseguradora, en abril pasado. Fue una demostración de su poder de fuego y capacidad operativa nunca antes vista en el país.
En esta lucha contra el crimen se da una paradoja. La cárcel dejó de ser un lugar para deshacerse de los delincuentes. El PCC nació como fuerza “sindical” en las cárceles de Brasil y opera desde allí. Hoy es la organización criminal más importante de la región, se estima que tiene 18.000 “soldados” y está en permanente proceso de internacionalización. Sus tentáculos en Paraguay generan las más cruentas guerras de ajustes de cuentas y peleas territoriales. La frontera seca de las ciudades gemelas Pedro Juan Caballero y Ponta Porá es considerada la meca del crimen organizado, de acuerdo a autoridades regionales.
Aquí en el Paraguay, los jefes narcos son verdaderas celebridades en Tacumbú o donde estén alojados. Desde allí operan con total impunidad y hasta dan cátedras de justicia.
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MÁS ALLÁ DE LA HIPOCRESÍA POLÍTICA. Lo más probable es que cuando la sangre del horrible atentado se haya secado, los políticos vuelvan a su rutina electoral. Como era de esperarse, la oposición culpó al Gobierno y el Gobierno repartió culpas. Pero Cartes no puede hacerse del enojado y desentenderse del asunto reduciendo el debate a frías cifras. No puede banalizar la tragedia Pedro Alliana, presidente de la ANR, diciendo que en este periodo hay 100 muertos menos como torpe defensa de la política de seguridad.
Cartes está al frente del Gobierno y por tanto todo lo que suceda en materia de inseguridad u otra área es su responsabilidad. Tiene la fuerza operativa y los organismos de inteligencia bajo su mando para combatir este flagelo. La intensidad dependerá de su voluntad política.
La oposición tiene razón cuando critica. Sin dudas, la seguridad es uno de los más sonoros fracasos de este Gobierno. Pero tampoco dirigentes colorados y liberales pueden fingir demencia. En sus movimientos tienen narcopolíticos que financian sus campañas bajo la mesa.
Este es problema de todos, pero nada se puede hacer si el Poder Ejecutivo no toma las riendas. El riesgo de ser un Estado fallido está a unos pocos atentados más. Esto se resuelve con coraje e institucionalidad. Y compromiso genuino de todos los sectores.
De lo contrario, como última esperanza, habría que apelar al Equipo Pastoral del Exorcismo.
Quien sabe, a falta de Estado, tal vez una cruz y un chorro de agua bendita sean más eficaces para expulsar a estos demonios.
UH
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