En la noche del 25 y madrugada del 26 de Febrero de 1870, una reunión histórica tenía lugar en el Campamento de Cerro Corá, a orillas del Arroyo Aquidabán.
Los últimos soldados de la resistencia, los paraguayos que alcanzaron los más altos sacrificios imaginables, estaban allí, de pie ante el destino, firmes ante el momento más sublime que recuerda la historia de nuestra nación, quizás de todo el mundo moderno.
Se hizo costumbre encender fogatas (que ayudaban además para espantar a los mosquitos) y cantar, con alegría incluso en la más desesperante situación, en honor a Dios y la Patria. Cerro Corá, a pesar de los pesares, era una fiesta. Si bien muchos ya no tenían esperanzas en la victoria, se sentían desvanecer entre tantos flagelos de una contienda que entraba en su sexto año y parecía inacabable, el espíritu indomable del paraguayo seguía sonriendo ante la adversidad más cruenta.
Y el más grande de todos los paraguayos, el hombre-símbolo, el Titán de la Epopeya, se hallaba en medio de esa lúgubre algarabía. Era el Mariscal Presidente de la Gran Guerra, altivo, gallardo, viril en el éxtasis del conflicto bélico más sangriento de la historia latinoamericana. Su hora suprema había llegado en contra de su voluntad de férrea resistencia (pues desde luego, no tenía intención de caer en ese lugar sino continuar la guerrilla hasta extenuar al enemigo). Y como Solano López era el hombre del destino, el Príamo de la Troya Americana que fue su Paraguay, sabía por el resplandor de los penates y la voz de las musas que se aproximaba el día final. Aunque su voluntad invencible deseaba continuar la resistencia, sabía que los tiempos de Dios eran perfectos. Su corazón estaba preparado para el último acto, para entregarse plenamente al martirio por la Patria.
Juan Crisóstomo Centurión, el Coronel que fue más escriba que luchador, sin ocultar la pesadumbre de su corazón nos describe el momento:
«A medida que aumentaba la miseria, iba decayendo más y más el ánimo hasta el grado de hallarse todo el mundo dominado del más completo desaliento, tanto más cuanto que no se vislumbraba ninguna esperanza de una pronta adquisición de los recursos indispensables para remediar las necesidades físicas de las tropas».
«El Mariscal sin duda, buscando algún medio de reanimarlas algún tanto, aunque era cuestión difícil cuando la causa principal del mal era el hambre, concibió entonces la idea de distribuirles medallas en premio de la lealtad y constancia de que dieron una prueba tan relevante en aquella penosa campaña».
«Con éste propósito; aquel 25 de febrero del año 1870 mandó reunir a los principales jefes y oficiales del ejército, y él sentando en una silla y aquellos sobre la gramilla frente al cuartel general formando un gran semicírculo, les manifestó con palabras elocuentes la pena que torturaba su corazón al ver que se hacían correr voces de que él intentaba pasarse a Bolivia. Rechazó con energía esa suposición que dijo, importaba un desconocimiento de su lealtad y patriotismo, declarando que él había jurado ante Dios y el mundo defender a su patria hasta la muerte y que estaba dispuesto a cumplir su juramento».
«Luego se extendió largamente sobre los deberes y sacrificios que imponía el patriotismo, en presencia de la sangre aún humeante que humedecía los campos de batalla, donde, decía, tantos ciudadanos han sacrificado sus vidas en defensa del suelo patrio, legando así a la posteridad un ejemplo de abnegación y un timbre de gloria que recordarán sus nombres en el templo de la inmortalidad».
«Habló también del enemigo, de las pretensiones tradicionales del Imperio sobre estos pueblos, empleando a su respecto algunos chistes calculados a producir hilaridad entre los que le escuchaban».
«En seguida leyó el decreto que confería la medalla de Amambay distribuyéndose desde luego las cintas de que debería ir pendiente del pecho de los agraciados. Dicha cinta era de dos colores: colorada en la orilla y amarilla en el centro. No sabemos si la adopción de éstos colores de la bandera española era indiferente, o si ella obedecía a algún pensamiento o idea que tuviese relación con las leyendas sublimes de la Península Ibérica. Tal vez haya querido recordar o refrescar en la memoria el ejemplo de los sacrificios heroicos que hicieron nuestros antepasados en el descubrimiento y conquista de América y defensa de su independencia contra el coloso del siglo, cuyos gigantescos esfuerzos han sido y serán tema constante de la admiración del mundo (…). La distribución de las cintas de la medalla de Amambay, produjo alguna animación a los extenuados oficiales y tropas. Esa vez antes de disolverse la reunión, los jefes y oficiales entusiasmados por las elocuentes e insinuantes palabras del Mariscal, todos espontáneamente renovaron su juramento de combatir al enemigo hasta morir y de no retirarse de la fila aunque estuviera uno herido«. [Centurión, «Memorias», vol. IV].
En efecto, en esos históricos momentos, el Mariscal Presidente anuncia la creación de la medalla más gloriosa, la más prestigiosa de la historia del Ejército Paraguayo, la que ningún hombre tuvo el honor de portarla a pesar de haber sido condecorado con ella. Así lo quiso el destino. Fue la «Medalla del Amambay», que decía en su reverso «El Mariscal López – Campaña del Amambay 1870» y en el anverso la legendaria frase «Venció Penurias y Fatigas». Nos dice el Prof. Manuel Riquelme el 21 de Febrero de 1957:
«Venció penurias y fatigas, dice el Mariscal López (al Ejército de mi Patria) en la condecoración que le confiriera por la Campaña del Amambay. Quería que esta inscripción se grabase en la medalla que nunca ciudadano alguno prendió en su pecho porque pocos días después todos murieron en la gloriosa epopeya de Cerro Corá. En el campamento no había ni un retazo de cinta con que se pudo haber simbolizado la majestad de tan honrosa insignia. ¡No importa! La verdadera condecoración la porta el soldado paraguayo en su alma y el recuerdo de sus hazañas el pueblo lo lleva en el corazón». [Riquelme, «Héroes», p. 11].
Instante poderoso, único, de esos que pertenecerían fácilmente a la épica, la fantasía, pero que se reproducían en la misma vida real en ese pequeño rincón del mundo llamado Cerro Corá… Todos eran conscientes de lo que se venía, todos se hallaban emocionados, electrizados, listos para el máximo sacrificio. En un lento crecendo, noche tras noche, se aproximaba el epílogo de la majestuosa obra que durante seis años los paraguayos protagonizaron y que tuvo como director y maestro al Mariscal López.
Pero si faltaba algo más a esa noche de ensueño e inminente tragedia gloriosa, el Supremo una vez más y por última vez se dirigió a sus soldados con esos discursos que sabían estremecer todas las fibras del cuerpo:
«… Seremos vilipendiados por una generación surgida del desastre, que llevará la derrota en el alma, y en la sangre como un veneno el odio del vencedor. Pero vendrán otras generaciones y nos harán justicia aclamando la grandeza de nuestra inmolación. Yo seré más escarnecido que vosotros, seré puesto fuera de la ley de Dios y de los Hombres. Pero también llegará mi día, y surgiré de los abismos de la calumnia para ir creciendo a los ojos de la posteridad, para ser lo que tendré que ser en las páginas de la historia». [García Mellid, «Proceso a los Falsificadores de la Historia del Paraguay», vol. II p. 368].
Empezaban a correr rumores en el campamento: los traidores y desertores estaban guiando al Ejército Brasileño que se aproximaba hacia la zona. Atilio García Mellid, el implacable historiador argentino que, en gran medida, refutó para siempre a los calumniadores e injuriadores del máximo héroe americano, describió el momento con deliciosa y breve prosa:
«El telón de sombras se cerraba sobre la epopeya más singular y luminosa que vieron los siglos…».elparlante.com.py/